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martes, 7 de junio de 2022

El Sueño de Hipatia 20

 




El Cairo, 1948
El profesor me llamó mucho antes de la hora que habíamos fijado para
cenar. Recibí la llamada justo cuando acababa de salir de la ducha y me
frotaba la cabeza con la toalla; era una costumbre que había convertido
casi en un ritual.
-¿Burton?
-Al aparato.
-Me ha llamado Boulder desde el Papyrus Institute.
-¿Qué quiere?
-Dice que ya tienen el informe.
Me extrañó que los egipcios hubiesen hecho el trabajo en tan pocas horas.
-¿Tan pronto?
-Sí. A mí me ha sorprendido tanto como a usted. No sé lo que habrán
hecho, pero insiste en que ya tienen el informe.
-¿Le ha anticipado algo?
- Nada. Lo único que me ha dicho es que me esperan en el instituto a las
nueve en punto.
Consulté la hora.
-Eso significa que tendremos que posponer la cena.
-Exacto.
-En tal caso, nos vemos en el vestíbulo dentro de veinte minutos.
A las nueve menos cinco el taxi nos dejó en la orilla izquierda del
Nilo, junto al puente que unía aquella ribera con la isla de Roda, muy
cerca del instituto y frente al Jardín Botánico. Prefería caminar unos
metros, siguiendo mi costumbre de no apearnos en el lugar al que íbamos.
La noche se había cerrado sobre El Cairo y el lugar estaba poco
concurrido y menos iluminado. Sin apenas darnos cuenta varias sombras
salieron de los jardines y nos rodearon. Segundos después, apareció
Naguib y se acercó a nosotros.
-Veo que no han hecho caso de mis educadas advertencias. ¿Van a
obligarme a ser más persuasivo?
-¡Usted no es quien para…! -inicié una protesta que cortó con suavidad.
-¿Para invitarles a que se marchen de El Cairo?
-¡Usted nos ha amenazado! -exclamó Ann.
Naguib la miró de arriba abajo.
-Lamento que hayan interpretado mis palabras como una amenaza -comentó
con descaro-. En cualquier caso, sepan que no habrá una tercera vez. Les
aconsejo tomar el primer vuelo para Londres. Sale pasado mañana a las
ocho y media y hace escala en el aeropuerto de Ciampino. Espero que esta
vez no echen en saco roto mis consejos.
Empecé a barruntar quién podía estar detrás de las amenazas. Naguib hizo
un gesto a los individuos que nos habían cercado y desaparecieron tan
rápidamente como habían aparecido. Se perdían ya entre la vegetación del
Botánico cuando Ann le gritó:
-¡Suleiman!
Naguib tardó unos segundos en volverse.
-¿Sí?
-Nada, nada.
Hizo un gesto de contrariedad y desapareció entre las sombras de la noche.
-¿Por qué lo has llamado? -le pregunté a Ann.
-Para confirmar algo que empiezo a sospechar.
-¿Qué?
-Ese tipo es italiano y no se llama Naguib.
-¿Cómo lo sabes?
-Por la forma en que ha pronunciado el nombre del aeropuerto de Roma y
porque, cuando lo he llamado, ha tardado unos segundos en reaccionar.
Cuando llamas a alguien por su nombre la respuesta es más inmediata.
-¿Eso te da alguna pista?
-Confirma las sospechas del profesor.
Best la miró con la frente arrugada.
-¿A qué sospechas se refiere usted?
Ann decidió ponerle nombre a lo que todos sabíamos desde que Best reveló
el contenido de aquella página del Evangelio de Felipe, mientras
degustábamos el excelente té de Groppi, aunque ninguno nos habíamos
atrevido a hacerlo.
-A que es el Vaticano quien está detrás de las amenazas y ellos son los
que presionan a Boulder e incluso lo están intimidando. Lo único que me
extraña es que los agentes del servicio secreto del Vaticano no se hayan
apoderado todavía del códice.
-¿Agentes del servicio secreto del Vaticano? -preguntó Best inquieto.
-¿Duda que el Vaticano disponga de un servicio secreto, profesor?
-Por supuesto.
-Pues es uno de los mejores del mundo.
-Y usted, ¿cómo lo sabe?
-He trabajado con ellos.
Best no dijo nada, se dio la vuelta y echó a andar. En la puerta del
Papyrus Institute nos aguardaban Boulder y los dos técnicos. El profesor
no se había equivocado en sus apreciaciones.
La reunión fue muy breve, casi clandestina. Los técnicos certificaron la
autenticidad de la tinta y avalaron la antigüedad de las hojas de papiro
del códice. En su informe señalaban algo tan evidente que hasta un
ignorante en la materia como yo podía certificar: los textos procedían
de dos copistas diferentes, «según se deducía de los rasgos de la
escritura».
Boulder entregó el informe al profesor junto a un sobre amarillo de
papel recio donde aparecía la palabra Kodak. Quedamos en vernos al día
siguiente, a las nueve de la mañana, en su tienda de antigüedades.
Boulder se excusó por convocarnos a una hora tan temprana, pero afirmaba
que tenía una cita ineludible a mediodía y otra reunión por la tarde.
Cinco minutos después de la hora fijada estábamos sentados en el
despacho del anticuario ante unas humeantes tazas de té. Ann había
pedido agua. Boulder parecía algo recuperado, aunque su aspecto
denunciaba una mala noche.
-Solamente falta un requisito para certificar, sin el menor margen de
duda, la autenticidad del códice.
El anticuario dejó de remover su infusión.
-¿Qué quiere decir con que falta un requisito?
-Necesito saber, con el mayor detalle posible, las circunstancias de la
aparición del códice.
El anticuario se relajó, debió pensar que se trataba de algo más grave.
-Si es eso lo que quiere saber, puedo garantizarle que las conozco con
todo detalle.
-¡Eso es magnífico, Boulder! Me interesan todos los detalles. Los
testimonios del pasado nos hablan mucho mejor cuando conocemos su entorno.
Comenzó a explicarnos, con todo lujo de detalles, una larga historia. He
de reconocer que jamás pensé que tuviera tan excelentes dotes de
narrador. Lo que nos contó el anticuario era tan vívido como si
estuviésemos en el cine viendo una película.
-Parece ser -comenzó Boulder- que todo empezó una mañana de diciembre de
hace ya más de dos años. Un campesino llamado Muhammad Ali Samman
abandonó su casa con las primeras luces del día. Lo acompañaba un
hermano más pequeño, llamado Omar. Su destino era un farallón montañoso
a menos de media milla de la orilla del río. Allí se estrellaban las
inundaciones que dos veces al año provocaban las crecidas del Nilo,
extendiendo los limos fertilizantes por sus riberas.
Comenzaron a trabajar. Sus azadones entraban limpiamente en aquella
tierra negra que el paso del tiempo había convertido en el preciado
sabaj, un humus fertilizante que los campesinos de la zona utilizaban
como abono para sus cosechas. Después de un buen rato, la azada de
Muhammad rebotó al golpear algo sólido. Tanteó una superficie dura con
el mocho del azadón. Rastrilló un poco y se topó con una superficie
plana. Omar miraba a su hermano apartar la tierra con las manos hasta
que apareció una superficie arcillosa, renegrida por el contacto con el
oscuro sabaj. El joven se sumó entonces a la tarea, los dos hermanos
apartaron la tierra con las manos hasta que sacaron la urna. Era pequeña
y estaba sellada con brea. Por lo que me contaron, Muhammad vacilaba y
fue Omar quien alzó la azada y descargó un golpe sobre la tapa con todas
sus fuerzas, rompiéndola. Lo que vieron en su interior les produjo una
gran desilusión: eran unos viejos libros.
El profesor se removió incómodo en su sillón.
-Cuando regresaban con suficiente sabaj para sus cebollinos -prosiguió
Boulder-, llevaban en un rincón del carro, envueltos en la manta, los
códices que habían pulverizado sus ilusiones. El papiro viejo y seco
serviría para prender el fuego del hogar.
Boulder dio un sorbo a su té. Hacía rato que ya estaba frío, aunque no
pareció importarle demasiado. Best no podía quejarse, sus explicaciones
estaban siendo exhaustivas.
-Unos días más tarde, el imam de la aldea, apareció por la casa de
Muhammad. Su esposa le dijo que aún no había regresado de sus tareas,
pero que no tardaría mucho. Le ofreció una taza de caldo que el imam aceptó.
La espera no fue larga. En la conversación que mantuvieron, que era por
un asunto que nada tenía que ver con el hallazgo, el imam se enteró de
que habían encontrado unos viejos libros. En realidad -matizó Boulder-
solo quedaba uno porque los demás habían servido para alimentar el fuego
del hogar.
-¡Qué barbaridad! -exclamó Ann.
El anticuario se encogió de hombros y prosiguió:
-El imam le recriminó haber hecho tal cosa y consiguió que Muhammad le
prometiese ir a entregarlos a la policía de Nag Hammadi. Tengo que
decirles que los egipcios en general, y los campesinos en particular,
son muy reacios a tener contactos con la policía, piensan que eso
siempre trae complicaciones -aclaró Boulder.
-¿Dónde está Nag Hammadi? -preguntó Ann.
-Es una ciudad cercana a la antigua Luxor, en otro tiempo se llamó
Xenobosquion -le explicó Boulder.
-Disculpe la interrupción.
Boulder apuró su té. Debía estar helado.
-Según tengo entendido, en un primer momento, el imam no le concedió
mucha importancia, pero aquella misma noche volvió a la casa de Muhammad.
-¿Qué ocurrió? -preguntó Ann.
-¡Algo increíble! -exclamó Boulder satisfecho con la expectación que su
narración había despertado entre nosotros.
Sacó un puro y lo encendió con parsimonia, consciente de que era el
centro de nuestras miradas. El anticuario disfrutaba con la explicación.
Se recreaba con todo lujo de detalles en la historia de los códices
encontrados por aquellos campesinos. Expulsó la primera bocanada de humo
con una delectación casi morbosa.
-¿Va a decirnos que ocurrió? -lo apremió Ann.
Dejó escapar un suspiro y susurró:
-Al final fue a parar a sus manos por unas pocas piastras.
»Con el códice en su poder vino a El Cairo con el propósito de ganarse
una buena suma. Era consciente de su antigüedad, aunque no podía
calibrar su valor. Acudió en busca de un viejo conocido: un profesor,
llamado Raghib, que redondea sus ingresos con el comercio de
antigüedades y quien, por lo que he escuchado, trató de engañar al imam.
Pero el clérigo era un hueso duro de roer.
-¿Cómo sabe usted eso? -le preguntó Best.
Boulder miró al profesor con aire de suficiencia y una media sonrisa en
la boca.
-Usted no puede imaginarse lo que es el mundillo de las antigüedades en
esta ciudad. Basta que una mosca levante el vuelo para que todo el mundo
se entere. Aunque también es cierto que circulan muchos rumores falsos.
A veces se ponen en circulación con el propósito…
-¿Qué pasó con el códice? -le pregunté sin la menor consideración. No
deseaba que nos ilustrase sobre los entresijos del mercado de las
antigüedades.
Boulder me miró con cara de pocos amigos, pero respondió a mi pregunta.
-Raghib le hizo una oferta que el imam rechazó, amenazándole con
llevarse el códice.
-¿Qué iba a hacer con él un clérigo rural?
-Ese imam, por lo que he sabido, tiene otros contactos en El Cairo
porque simpatiza con el partido WADF.
-¿Quiénes son ésos? -preguntó Ann.
-Son nacionalistas egipcios. Sostienen que la independencia del país es
más teórica que práctica. Están enfrentados al monarca por su
sometimiento a Gran Bretaña y por la corrupción que rodea a Faruk. El
imam, que había contado a alguno de ellos la razón de su presencia en El
Cairo, consiguió por esa vía un posible comprador.
-¿Qué pasó al final? -le pregunté.
-Raghib logró convencerlo de que tenía alguien que podía hacerle una
oferta mejor. ¡Ese alguien era yo! -exclamó satisfecho.
Best asintió con ligeros movimientos de cabeza.
-He de decirles que las negociaciones no fueron fáciles. Como les he
indicado ese imam es duro de pelar. Así es como ese códice llegó a mi poder.
Las palabras de Boulder sonaron a conclusión del relato. Los deseos de
Best de saber cómo había llegado el códice a sus manos estaban
sobradamente satisfechos, pero no los míos. Mi instinto periodístico me
decía que allí había una historia mucho más complicada, que el propio
anticuario había calificado de increíble cuando Ann le preguntó qué
había ocurrido cuando el imam regresó a casa del campesino. Pensé que
ese otro individuo que según el anticuario había estado dispuesto a
comprar el códice podía ser también una pista para llegar a quien estaba
detrás de Naguib.
-¿Le importaría responderme a una pregunta?
-Dispare, ¿no es eso lo que dicen ustedes en el argot periodístico?
-¿Sabe usted quién era el individuo que, según nos ha dicho, estaba
dispuesto a comprar el códice?
Comprobé que la pregunta le había molestado al ver cómo se le tensaba la
mandíbula.
-Es uno de sus competidores.
-¿Nuestros competidores?
-Si entonces tenía interés, ahora está obsesionado por hacerse con el
códice.
-¿Le importaría decirme su nombre?
-¿Lo dice en serio? -El tono era una burla, por eso decidí tirarme a fondo.
-Supongo que no será una argucia de vendedor.
-¡Se llama Günther, es alemán y vive aquí desde hace cuatro años! -gritó
enfadado.
No sabía si me había dicho la verdad o me estaba mintiendo.



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