El atardecer llegó furtivo de tierras misteriosas y
descendió sobre las calles de París, y las cosas del día se recogieron y se
ocultaron; la hermosa ciudad se había alterado extrañamente y con ella, el
corazón de los hombres. Y con luces y música, en el silencio y la oscuridad, se
levantó la otra vida, la vida que conoce la noche, y los gatos oscuros salieron
de las casas y se dirigieron a lugares silenciosos, y formas crepusculares
merodearon por las calles en penumbra. A esa hora, en una casa mezquina cerca
del Moulin Rouge, María La Traviata; y los que le trajeron la muerte fueron sus
propios pecados y no los años de Dios. Pero el alma de La Traviata erró ciega
por las calles en las que había pecado hasta que chocó contra el muro de Notre
Dame de París. De allí se elevó en el aire como la niebla cuando da contra un
escarpado, y se deslizó hacia el Paraíso donde fue juzgada. Y me pareció, pues
yo lo miraba todo desde mi lugar en sueños, que cuando La Traviata compareció
ante el estrado del juicio, las nubes vinieron desde las lejanas colinas del
Paraíso y se reunieron sobre la cabeza de Dios convirtiéndose en una única nube
negra; y las nubes se trasladaban veloces como las sombras de la noche cuando
una linterna se mece en la mano que la lleva, y más y más nubes llegaban
apresuradas y, mientras se concentraban, no aumentaba el tamaño de la nube
sobre la cabeza de Dios, sino que íbase haciéndose cada vez más negra. Y los
halos de los santos descendían sobre sus cabezas, se estrechaban y
empalidecían, los coros de los serafines vacilaron y fueron menos sonoros y la
conversación entre los benditos de pronto cesó. Entonces la cara de Dios asumió
una expresión severa, de modo que los serafines levantaron vuelo y escaparon de
Él, al igual que los santos. Entonces Dios emitió la orden y siete grandes
ángeles se levantaron de entre las nubes que alfombran el Paraíso y había
piedad en sus caras y sus ojos estaban cerrados. Entonces Dios pronunció su
sentencia y las luces del Paraíso se apagaron; las ventanas de cristal azul que
dan al mundo y las ventanas rojas y verdes se volvieron oscuras y descoloridas
y ya nada más vi. En seguida los siete grandes ángeles salieron por uno de los
portales del cielo y dieron su cara al Infierno; cuatro de ellos cargaban la
joven alma de La Traviata, uno iba por delante y otro por detrás. Estos seis
avanzaban con paso vigoroso por el largo y polvoriento camino que se llama el
Camino de los Condenados. Pero el séptimo voló por sobre ellos durante todo el
trayecto, y la luz de los fuegos del Infierno que escondía de los otros seis el
polvo del terrible camino, resplandecía en las plumas de su pecho.
Y los siete ángeles que se precipitaban hacia el Infierno,
hablaron.
-Es muy joven-decían.
Y:
-Es muy hermosa.
Y contemplaron. largo rato el alma de La Traviata mirando no
las manchas del pecado, sino esa parte con que había amado a su hermana desde
hacía ya mucho muerta, que revoloteaba ahora en un huerto de una de las colinas
del Cielo con la cara bañada por la clara luz del sol y comulgaba diariamente
con los santos cuando se dirigían a bendecir a los muertos desde el borde más
extremo del Cielo. Y miraron largo tiempo la belleza de todo lo que permanecía
bello en su alma y dijeron:
-No es sino un alma joven.
Y hubieran querido llevarla a una de las colinas del Cielo y
darle un címbalo y un dulcémele, pero sabían que las puertas del Paraíso
estaban cerradas con barras y candado para La Traviata. Y habrían querido
llevarla a un valle del mundo en el que había muchas flores y sonoras
corrientes, en el que los pájaros siempre cantaban y las campanas de las
iglesias tañían los días de descanso, sólo que no se atrevían a hacerlo. De
modo que siguieron avanzando y se acercaban cada vez más al Infierno. Pero
cuando estuvieron ya muy cerca de él, recibieron su fulgor en la cara y sus
portones se abrían para recibirlos, dijeron:
-El Infierno es una ciudad terrible y ella está ya fatigada
de las ciudades.
Entonces, de pronto, la dejaron caer junto al camino y se
alejaron volando. Pero el alma de La Traviata se convirtió en una gran flor
rosada, terrible y adorable; tenía ojos, pero no párpados, y miraba
continuamente con fijeza la cara de todos los que pasaban por el polvoriento
camino al Infierno; y la flor crecía al resplandor de las luces del Infierno, y
se marchitaba, pero no le era posible morir; sólo uno de sus pétalos se volvió
hacia las colinas celestiales como se vuelve la hoja de una hiedra hacia el
día, y a la dulce y plateada luz del Paraíso no se ajaba ni se marchitaba, y
oía a veces a la comunidad de los santos cuyos murmullos le llegaban desde lo
lejos, y a veces le llegaba también el aroma de los huertos de las colinas
celestiales y sentía una ligera brisa que la refrescaba todas las tardes cuando
los santos se aproximaban al borde del Cielo para bendecir a los muertos.
Pero el Señor levantó Su espada y dispersó a los ángeles
desobedientes como un trillador dispersa la broza.
FIN
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